Biedermeier
Yo creía que Biedermeier era un estilo de mueble alemán/austriaco que, requetepulido y redondeado en sus esquinas, se parece a una portada de iglesia barroca. Y es un estilo de mueble, desde luego, pero también es algo más. Es que uno aprende muchas cosas en las lecturas vacacionales.
Yo creía que Biedermeier era un estilo de mueble alemán/austriaco que, requetepulido y redondeado en sus esquinas, se parece a una portada de iglesia barroca. Y es un estilo de mueble, desde luego, pero también es algo más.
Es que uno aprende muchas cosas en las lecturas vacacionales. Leo, excitado por la tramuntana represada, un libro inusitado: The Austrian Mind. An Intellectual and social History 1848-1938, de W.M. Johnston, editado por la University of California Press en 1972.
Me sorprendo a mí mismo al verme leyendo cosas así; pero todavía me sorprende más lo que, inesperadamente, aprendo. No me refiero a que Herr Biedermeier era un personaje ficticio elaborado sobre la figura de un triste maestro de escuela y poeta aficionado por un par de amigos y alumnos suyos como ejemplar del Kleines Mann que acepta con resignación su destino mediocre. Me refiero a que me encuentro de repente y sin previo aviso con que lo que llamaríamos el estilo de vida Biedermeier constituye el prototipo del estilo de vida bilbaino de mis años de infancia y juventud.
Acabo de aprender que el mirar a mi infancia como un ejemplo típico de tristeza de posguerra, aunque no falso, ha trabajado hasta hoy mismo como una pista falsa que me ha ocultado muchas cosas de interés. Lo que ahora sé que ocurría en aquel entonces es que la guerra y el franquismo habían paralizado el salto de lo nuevo a lo viejo, un salto que se preparaba pero fue frenado en seco. Un siglo antes el shock de la revolución del 48 y su represión frenó el mismo reto en la Austria de Metternich.
La burguesía vienesa y la bilbaina, con un siglo de decalaje esta última estaban preparadas para saltar de la Gemeinschaft a la Gesellschaft en la terminología de Tí¶nnnies que nos recuerda Johnston. Representaba esa burguesía el rechazo social de la universalidad de los valores y la meritocracia que conforman la Gesellschaft. Asustada ante la peligrosidad del salto se demora esta burguesía en la Gemeinschaft, una postura melancólica que la preserva de los peligros revolucionarios a cambio de seguir atrapada en el particularismo y en el posicionamiento inamovible dentro del grupo.
Esta suspensión entre lo viejo y lo nuevo genera- y aquí voy a glosar a Johnston- la cultura Biedermeier. Una cultura que yo relaciono no solo con los muebles a los que me he referido; sino también con la resignación a la irrelevancia política, delegada ésta en los poderosos, con el espíritu de camarilla que se traduce en la vida de salón vienés en el que se hace música de cámara, con la erudición que no muerde, con la archivística que preserva lo innecesario, con las estampas de paisajes y las litografías cursis que adornan las paredes de es salón y con el Kleine Mann que envejece gordo, reluciente y calvo, en su negociado de probo funcionario y solo se siente cómodo con su mujer y sus hijos a los que pretende protejer.
Así justamente era mi Bilbao. No salían mis mayores a disfrutar de la vida atrapados por una especie de tristeza profunda. Su vida estaba pautada y pertenecían o no pertenecían a las pequeñas sociedades eruditas, como la Bascongada o musicales como la Filarmónica. Frecuentaban o no, según su ignorancia, los archivos de la Diputación y las colecciones de museos locales. Había pocos funcionarios; pero la pequeña burguesía trabajaba como empleados de confiana de los incipientes capitalistas que, a pesar de su nombre, no eran nada universalistas ni estaban dispuestos a competir en igualdad de condiciones, para al final del día recojerse en su domicilio y disfrutar del pegajoso calor familiar y de las lecciones de piano de sus hijas que interpretaban hasta la extenuación la Para Lisa.
¿A dónde conducía esta vida resignada y tristse? Al enriqecimiento de la alta burguesía que poco a poco se asienta como espejo del buen gusto en el que la pequeña burguesía desearía verse reflejada diferenciándose así de lo rural que queda o para la garrulería o para la aristocracia a al que aspira la alta burguesía. Esta pequeña burguesía toma de la Gemeinschaft el particularismo y de la Gesellschaft la meritocracia y, con todo ello, organiza su revolución silenciosa hacia lo nuevo a través del nacionalismo. Ese nacionalismo que desmembró el Imperio austrohúngaro y que, entre nosotros, surgió en la II República y crece emboscado durante la dictadura después de que la guerra lo abortara en su momento.
Todo esto me lleva a concluir que el nacionalismo que tanto preocupa hoy no tiene grandes dosis de etnicismo y sí un gran componente social. Es el producto, pienso hoy, de los capataces que ya no pueden seguir confiando en el Estado al que pertenecen para realizar su destino como clase emergente porque ese Estado está en manos de los que fueron sus señores. Y acaban enganchándose a un tren antiguo, pretendidamente mítico y heroico que canalizará su justo(?) rencor y les liberará.
La pequeñez deviene heroica lucha por la liberación. Quitarle falsa purpurina al nacionalismo de hoy no es, sin embargo, sinónimo de rechazo. Depende de quién fuera tu padre.