Me pregunto por qué disfruto tanto recorriéndo a pie el Paseo de las Delicias desde la Glorieta de Carlos V en Atocha hasta la entrada del Matadero en la Plaza de Legazpi. Ya dije algo al respecto en un pasado no muy lejano cuando traté de sentir que, incluso en Madrid, puedo disfrutar de un edificio norteño que, como tal, me recuerda a esa Ciudad mía que nunca podré quitarme de la cabeza.
A la edad que ya he alcanzado, ese deambular que tanto me gusta es ya difícil de llevar a cabo con la cabeza vacía a fin de hacer sitio para novedades; pero todavía hay en mi mente un reservado de emergencia para acumular conocimientos que contribuyan a la sabiduría que persigo que no puede evitar pasar por ciertos recuerdos. Y uno de esos recuerdos es el de Secundino Zuazo, un arquitecto bilbaino maltratado por el Regimen y que acabó siendo amigo de mis padres a través de su conexión con unos tíos que, como él, también tuvieron que pasar años fuera de España. A pesar de que ese Paseo de Las Delicias ha sido recorrido por mí bastante a menudo, no ha sido hasta ayer domingo que he caido en la cuenta que su arquitectura, que siempre me ha parecido interesante, contiene a mitad de camino en la acera del oeste un par de edificios de pisos de Secundino sobre los que pude leer algo aquí.
Este detalle me llevó a interesarme un poco sobre el Barrio de Arganzuela que aunque para alguien que no es de aquí siempre ha significado un lugar poco respetable para la burguesía, tiene una historia bien interesante que me hizo cambiar de registro mental. Por lo visto y tal como muestra un cuadro que se muestra en el Museo del Prado, este paseo era transitado más bien por gente de clase media aunque más baja que la que frecuentaba en aquellos momentos el Paseo de la Castellana.
Y mi gusto por una zona así hoy me trae a la memoria la presunta y misteriosa manera de ser y de vivir de mi padre o al menos después de la Guerra Civil. Todavía conservo ciertas fotografías heredadas en las que aparece con trajes elegantes y sombreros de tipo inglés claramente anteriores a la guerra. Pero una vez roto el sitio de Bilbao por los nacionales y recién casado con mi madre, no volvió a usar sombrero sino boina y los trajes quedaron encerrados en una armario secreto que solo años más tarde abrió mi madre pare enseñarme lo que «su Rafael», como ella le llamaba, había sido y hubiera podido continuar siendo. Sin embargo y a pesar de ese armario lleno de trajes a la medida y, en su día, a la moda, siempre le recuerdo caminando por el parque, en dirección a su trabajo, con la boina puesta y vestido de manera más bien cutre como si fuera pobre.
El Paseo de las Delicias me ha traído hasta aquí y ya de vuelta creo entender cómo yo llegué a ser como soy a imagen de un padre que el chiquillo que yo era interpretó siempre como un resistente. Parecería que, como me dice mi mujer, yo he heredado esta forma silenciosa de ser un Kontraren Kontra y que, a pesar de que mi armario muestra un contenido generoso, me hace aparecer como un homeless.