El día de hoy se parece a muchos de los que he vivido toda mi vida en Bilbao: lluvia y más lluvia. La gabardina es una prenda indispensable y la boina «del bocho» no elimina del todo el paraguas. Pero el día de hoy en Madrid me ha transportado a Dublín , a uno de los muchos días en lo que, en pleno verano, los pasaba en casa de Mrs. Blunt en la calle Glasnevin muy cerca del famoso cementerio que se visita en el Ulises de James Joyce,esa novela escrita entre París, Dublín y Trieste. Dentro de medio mes se celebra Bloomsday y, como todos los años, me encantaría pasar ese día en Dublín siguiendo los pasos de Leopoldo Bloom. Ya he pasado por Trieste, pero no consigo visitar Dublín en Bloomsday a pesar de mis intenciones anuales. Por eso no tengo más remedio que sustituir esa visita por el recuerdo de mis dieciséis años precisamente cerca del cementerio citado. Dublín me enseñó a besar, a beber, a montar a caballo, y a leer. Lo de besar estaba relacionado con el juego de la botella que cuando nos señaló a aquella chica y a mí aprendí lo que es un buen beso en la boca. Ella era la mayor del grupo y yo quizá parecía mayor de lo que era. Beber cerveza era totalmente inevitable pues en casa de la señora que me acogía, Mrs. Blunt, vivía un tío suyo, hermano de su marido fallecido y enterrado en el cementerio de Glasnevin, totalmente alcohólico y apostandor compulsivo en las carreras de caballos a donde me llevaba a menudo y en donde yo apostaba siguiendo sus consejos. Y aprender a leer era obligatorio pues con el mal tiempo y la lluvia no se salía mucho y cuando yo lo hacía compraba libros que creía inaccesibles en Bilbao. Así cayó en mis manos el Ulises y ese verano fue la primera vez que intenté leerlo.
Pero ahora que vuelvo a todo esto aprovechando el mal tiempo de esta primavera me doy cuenta que también hice cosas que ahora me parecen muy valientes para un chaval de dieciséis años. Cogía el autobús a Phoeneex Park y allí tomaba clases de montar; de ahí que así mi trote es el inglés y me parece muy poco elegante cualquier otro como, por ejemplo, el español. Pero también me escapé un día a Killarny y quedé prendado por su belleza y por el viaje en tren como si fuera un mayor. Pero lo más importante era tomar el autobús desde Glasnevin y pasando por Drumcondra, llegar a O'Conell St. cerca de lo que entonces era Nelson's Pillar y allí, por los alrededores, descubrir películas, como por ejemplo, una especie de biografía de un interesantísimo escritor dublinés cuyo nombre he olvidado ahora, mientras yo fumaba y comía en la misma sala de cine. Aunque en general procuraba guardar el apetito para la salida del cine a fin de entrar en una cafetería «americana» y tomarme un sandwich mixto con un te. Me sentía en el centro del mundo por no hablar del descubrimiento de edificios preciosos de centros universitarios o de teatros que me prometí visitar algún día.
Todas estas aventuras no conforman todas juntas un Bloomsday pero entonces me prometí volver, cosa que no he hecho todavía aunque, algún día, espero recorrer los pasos del Sr. Bloom así como su gran capacidad de beber, y no necesariamente cerveza Guinness. En cualquier caso entre la señora de la casa y ese cuadro suyo me explicaron muy bien su independentismo y cómo el chico joven de la casa que se suponía debía estar allí para ayudarme a manejarme había huido al Ulster y se había integrado en el Sin Fein a la espera de hacerse guerrero del IRA.
Aprendí mucho en Glasnevin.