Desde hace unos días, el suelo de la ciudad está cubierto de hojas secas de muy diversos colores. Todavía resisten algunas hojas verdes colgadas de los árboles y de los arbustos mezcladas con las blancas que se mantienen; pero muchas se han caído y mutan su color hacia el marrón, pasando por el amarillo o hacia el rojo dando, curiosamente, un rosa blanquecino. Ha llegado el otoño y el mundo a mi alrededor me acerca de súbito a mi País Vasco original, ya sea el del norte (Iparralde), ya el del sur(Egoalde), tal como ha mostrado la TVE en la retransmisión de la Vuelta a España en sus primeras etapas y que reconozco todos los días en la calle Balvina Valverde de Madrid, esa pequeña muestra de Euskadi.
Ha llegado el otoño y, como cada año, me lleva inmediatamente a aquellos finales de verano en Irlanda de los que disfruté hace muchos, muchos, años. Los tres colores rojo, blanco y verde me conducen indefectiblemente a los paseos en soledad, a acudir al cine, naturalmente solo, y a merendar en una cafetería medio vacía. Pero sobre todo a meditar sobre el futuro cercano. Y uno se da cuenta de que se encuentra muy solo y de que esta situación no parece que vaya a cambiar.
Mi manera de reaccionar a esta certidumbre es cambiar el horario de mis costumbres diarias. Pretendo levantarme cuando todavía es de noche, desayunar muy ligeramente, y escribir obsesivamente hasta la hora de comer. De 14 a 18 horas será el único espacio de tiempo libre, aunque dedicado a obligaciones familiares, para luego cenar con generosidad y ponerme a dormir cerca de las 20 horas.
¿Qué saldrá de todo este esfuerzo? Es imposible adelantarlo. El contenido no depende de la mente del escritor sino que es solo la escritura la que impone el contenido. Hay que dejarle que funcione sola con las interrupciones menos numerosas posibles.