Hace mucho tiempo que leo esta frase poética como si R.M. Rilke la hubiera dirigido a mí:
Du aber bist der tieste Mittlelose, der Bettler mit verborgenem Gesicht, du bist der Armut Gross Rose, die ewige Metamorphose des Golden in der Sonnen Licht.
Frase que en su día traduje de la siguiente manera:
Pero tu eres el más profundo de los sin medios, el pordiosero con la cara oculta, eres la gran rosa de la pobreza, la eterna metamorfosis del oro en la luz del sol.
Palabras estas que podrían servir como epigrama de mi obra póstuma: no ambiciono dinero pero sí luz. Es decir, soy enormemente ambicioso pues mi finalidad no es de este mundo. Sin embargo, lo que hoy deseo es copiar aquí una cita que Rilke usa al menos dos veces en su correspondencia, la última en una carta a Lou Andreas-Salomé y que he encontrado ya traducida.
Si todos los sabios del mundo y todos los santos del paraíso me abrumaran con su consuelo y sus promesas, y dios mismo con sus dones, si no me cambiaba a mí mismo, si no surgía de mi interior una nueva obra, en lugar de hacerme bien, los sabios, los santos y dios, exasperarían más allá de lo imaginable mi desesperación, mi rabia, mi tristeza y mi ceguera.
Es decir que mi obra póstuma debe surgir de mí mismo, evitando toda imitación y ha de cambiarme a mí. Y así doy por expresado mi deseo de ser como Rilke tanto en mi trabajo, para que salga de mí una obra propia, como en mi ambición de convertir el dinero en la luz del sol. Hoy quiero argumentar que el camino para alcanzar este deseo mío pasa por lo que generalmente se llama «saber escuchar» aunque esto no consiste solo en callar mientras otro habla, sino sobre todo en no dejarte llevar por el deseo de pavonearte expresando tus ideas, tengan estas que ver con las del otro o no, actitud esta que te llevaría a no entender a ese otro.
Veámoslo. En una conversación general, sea esta de puro recreo o ya sea de importancia vital, uno de los contertulios suele tocar, como de paso, algún punto que a ti te parece merecedor de una atención importante y no solo pasajera por lo que no pides la palabra, diríamos, sino que más bien interrumpes y te lanzas a aclarar el presunto confusionismo ajeno, una presunción esta que suele resultar en una contribución al confusionismo. Tu deseo de que todo lo que dices sea realmente algo tuyo y no meramente regurgitado te puede llevar así a no contribuir a nada que merezca reconocimiento, nada que sea iluminador.
Hay que ser pues muy cuidadoso en la participación de uno mismo en esas conversaciones sin orden ni concierto; pero tampoco se trata de convertirse en el guardia de tráfico del discurso. Si esa fuera mi vocación elevaría la voz y/o haría sonar un silbato potente, pero a fin de ser un verdadero autor no hay que tener otro objetivo que llegar a la verdad o a la comprensión del discurso propio de uno aunque para esta última finalidad el escenario descrito no sería el adecuado. Cuando se toma la palabra ha de ser justamente para arrojar luz no para ganar una partida.