Segundo Decenio VII, El Espalador

Publicado el 02/02/2022

Este segundo decenio es el origen de una nueva vida. No solo el juicio al que fui sometido me sujetó fuerte sino que, además, los siete años de psicoanálisis, de los que ya he hablado, y el inicio de un cierto relato nuevo significaron el alumbramiento de una nueva vida fuera ya de de condicionantes juveniles o, en todo caso, anteriores a estos dos decenios pasados en Madrid.

Todavía en el primer decenio comenzó mi experiencia catalana. Desde muy jóven había sentido yo el deseo de conocer la Costa Brava, en mi mente un «lugar», en sentido muy general y mezcla de belleza y de aventuras intelectuales y menos dignas y más carnales. Me empecé a desquitar de ese sentimiento cuando, a finales de los años 2000, conocí a muchos colegas catalanes en su propio terreno al tiempo que comencé a entender el porqué del interés de la literatura catalana, en medio de su internacionalismo y de su nacionalismo, al igual que otras facetas de su vida más profunda que su formación científica y que me parecían puertas a una vida novedosa y placentera.

Fue precisamente esta manera de ser catalana la que me llevó a desear contar con una casa propia en el Alt Empordà y fueron los dineros acumulados en mi breve vida de banquero los que me permitieron cumplir ese capricho: una parcela en el campo interior, a distancia similar de muchas playas variadas y con maravillosas vistas del monte y del mar. No pudimos, mi familia y yo, veranear en ella hasta un par de años después, el tiempo necesario para rehabilitarla a nuestro capricho de acuerdo con un arquitecto catalán, con el que hicimos muy buenas migas intelectuales, y con el apoyo de no pocos colegas académicos con los que compartía intereses académicos, habían formado parte del Consejo Editorial de Expansión y ahora les descubría en sus intereses artísticos más generales y más filosóficamente profundos. La posibilidad de pasar mucho tiempo en esa casa de la zona ampurdanesa, tanto en verano como en Semana Santa, me ayudó mucho a tranquilizar mi espíritu y a sentirme libre y disponible.

Esta disponibilidad renovada, junto con mi buena forma física, me hacía sentirme jóven y me llevó a aceptar sin rechistar la oferta simultánea del gobierno español y el vasco de trabajar duro a fin de conseguir ganar el concurso entre todos los países europeos para instalar en Euskadi un espalador de neutrones que permitiría contar con esta gran instalación en algún lugar de mi país vasco que, a su vez, atraería mucho personal científico que, conviviendo entre todos nosotros, permitiría, pensaba yo, ir eliminando poco apoco nuestro espíritu a veces no lo suficientemente abierto.

Me sentía yo como una espacie de embajador de Euskadi en el mundo de manera que, a pesar de que no pocos amigos físicos me lo desaconsejaron, acabé aceptando la oferta y me convertí en algo que desconocía totalmente y que pensé se parecía un poco a un empresario dispuesto a cambiar algún aspecto del mundo.

El presupuesto con el que contaba era generoso, mi sueldo suficiente, tenía a mi disposición un despacho en el Ministerio de Economía y otro en el Parque de Negocios cercano a Bilbao con su correspondiente ayuda administrativa, caja suficiente para viajar continuamente entre Madrid y Bilbao, así como para reunirme en cualquier lugar de Europa con mis iguales, a fin de ir perfilando las oportunidades correspondientes y con un grupo de científicos expertos en neutrones. No es sorprendente por lo tanto que aceptara inmediatamente la oferta y me disfrazara de embajador conocedor de su poder.

Contraté bastantes jóvenes para la oficina de Euskadi y fui elaborando un plan detallado de lo que España ofrecía en Europa. Viajé, siempre bien acompañado, a las distintas capitales europeas y me fui haciendo una idea de lo que era necesario ofrecer tanto técnica como económicamente a efectos de ganar la concesión. Pronto quedó claro que nuestros competidores serios eran Suecia y Hungría. Cultivé su amistad, ofrecí un puesto directivo al especialista húngaro que estaba dispuesto a aceptarlo y viajé a menudo tanto a Budapest como a Lund en Suecia a fin de transmitirles nuestra determinación y generosidad, que parecía ser entendida por ambos países.

Tanto trajín justificaba un cierto período de calma en verano que yo disfrutaba con mi familia en nuestra casa del Empordà Norte. Y fue un de esos veranos cuando me sentí un poco mareado mientras paseaba por nuestro jardín. Parecía una falsa alarma, pero resultó que acabé en mi hospital de Madrid para que me pusieran unos stents que pensé me devolvían la vida. Continué currando y finalmente me sentí lleno de orgullo cuando me tocó acudir a Lund a una reunión final en la que parecía claro que se nos concedería el acuerdo para construir la instalación en Bilbao.

Así fue y al final de la reunión se nos pidió que simplemente se confirmara nuustra oferta firmada por alguién con el poder de hacerlo. Me fue difícil aceptar que ni en Madrid ni en Euskadi nadie estuviera dispuesto a hacerlo bajo la disculpa de que la oferta económica presentada por mi era demasiado amplia. Demostré que no excedía lo programado, pero se me obligó a contestar que nos retirábamos del concurso. Así lo hice y presenté mi dimisión irrevocable pretextando problemas del corazón. En esto sí que acerté.