Todo se presentaba como el alcance de una amable senectud adelantada que no podía desdeñar sino más bien disfrutar. Sin embargo existía un cierto engorro en mis paseos diarios que no sabía diagnosticar. Se trataba de que comenzaron a ocurrirme unos tropiezos al caminar que, poco a poco, dejaron de ser livianos y pasaron a terminar conmigo en el suelo con suaves, o no tan suaves, golpes en el rostro que, en todo caso, no me hacían perder el sentido, hasta que un día, entrando en El Corte Inglés de AZCA caí al suelo de manera totalmente inconsciente.
Me atendieron muy bien. Pude telefonear a mi esposa que en muy poco tiempo estaba en la puerta de estos almacenes con nuestro coche a fin de trasladarme a nuestro hospital privado. Cuando llegamos me sentía ya muy bien, por lo que me asusté bastante a medida que los diferentes doctores me trataban de forma que me recordó al infarto de Girona. Yo me sentía bien pero los doctores me dijeron que tenían que seguir explorando pues no podían distinguir entre un posible ataque de vértigo o un ictus.
Tuve que ingresar y, después de casi dos jornadas llenas de más pruebas medicas, decidieron que se trataba de vértigo, que no era tan grave pero que debería ser seguido por neurólogos y por un fisiólogo de calidad que no dejara que el Paget, como enfermedad rara, dificultara mi capacidad de caminar esos siete kilómetros al día que recomendaban los neurólogos para que, entre otras cosas, fuera recuperando la memoria.
De ahí que los siguientes meses fueran par mi como esos períodos finales de un viejo que alterna el caminar con los ejercicios de recuperación de la memoria. Librado de responsabilidades me dediqué seriamente a mantenerme en buena forma física y a tratar de recordar el pasado. Ambas cosas han ido alcanzando su finalidad además de llenar las horas de mi vida jubilada. Y así continúo con la recuperación general dificultando precisamente la consecución de esas finalidades pues, cada día siento que ando más lento y que recuerdo menos cosas.
La combinación de estos males explican mi admitida vejez por un lado y, por el otro, el deseo de orquestar mi desaparición, que es lo que persigo con estos apuntes que acaban aquí en la esperanza de que alguno de mis amigos que me sobreviva los convierta en esa obra póstuma que pretendo dejar a mis descendientes.