El desencadenamiento

Publicado el 13/11/2020

Fue precisamente en una de esas cenitas tempranas cuando, para mi sorpresa, Ramón rompió la costumbre y avisó a las guapas chicas que nos acompañaban que «Juan y yo tenemos algo raro que hacer» y, después de pagar la cuenta, nos despedimos de ellas hasta más ver. Ramón lideró el camino de vuelta al piso alto de la Calle Espalter lentamente y en silencio, silencio que solo rompió una vez dentro de ese su piso noble anunciando de sopetón que tenía un problema serio. Fue una explicación premiosa; pero en resumen, se trataba de que, como ya suponía que yo sospechaba, ese tráfico de cuadros y cuadritos era la ocasión no solo de platicar de arte y filosofía, sino también de hacerse con un dinero que necesitaba a fin de mantener el estilo de vida al que estaba acostumbrado y que yo, dijo, conocía muy bien pues había disfrutado en parte de él. Su vida bohemia le había dado la oportunidad de conocer una red de oscuros comerciantes de arte que, en general, traficaban con piezas grandes y de valor importante pero que de, vez en cuando, se prestaban a apoyar el negocio de algún amigo necesitado de caja y que consistía en vender a muy bajo precio un pequeño cuadrito de autor poco conocido que, él mismo, había añadido a la colección de arte de ese espacio del Museo destinado a la educación y más tarde había llevado a su casa de al lado en donde estuvo hasta que sus amigos lo habían vendido por un buen precio que, aunque la comisión de los vendedores no era baja, le dejaba un margen sustancioso. Una operación esta que repitió en varias ocasiones.

Expresé mi asombro y también mi simpatía hacia ese comportamiento suyo que dejaba clara una idea que, como filósofo, yo había trabajado bastante, tratando de desnudar el valor exagerado del arte en el mercado, precisamente en base a las diferentes intervenciones jurídicas en su transmisión. Empezaba yo a sentir un cierto entusiasmo cuando Ramón me cortó y me anunció que la gerencia del Museo había detectado extraños movimientos en la colección que él trajinaba y que estaban dispuestos a echarle de ese trabajo, a pesar de lo mucho que sus padres habían aportado a ella, a no ser que pudiera probar su inocencia.

Se impuso el silencio, pues él sabía que yo no le podía tener por inocente y, por mi parte, no podía imaginar lo que podía solicitarme a fin de sacarle del apuro. Después de un par de minutos yo rompí el silencio explicándole mi relativa simpatía hacia su ruptura con las convenciones vigentes en el mercado del arte; pero esto no parecía satisfacerle, así que le pregunté que esperaba de mí. Y ahí surgió la gran sorpresa. Me pedía que yo me declarara culpable del pequeño hurto de un cuadrito que él devolvería inmediatamente y que, luego con su ayuda, yo procediera a hacerme con un cuadrazo que, en su momento y después de disfrutarlo, o de que otros disfrutaran de él, podríamos vender en beneficio de ambos y del que, muy posiblemente, nunca se volviera a saber nada.

A partir de ahí todo se desencadenó. Por su parte no hubo cambios en su propuesta, pero mi actitud ante ésta fue evolucionando. Él era el verdadero artífice y además, el rico, mientras que yo me había tenido que labrar mi propio futuro y, aunque ayudado por mis padres, nunca había recibido nada de fundamento como herencia. No podía permitirme dispendios o abandonar mi trabajo y no entendía qué podría hacer yo una vez confesada mi falsa autoría del hurto. Su implícita promesa de compensación no era muy creíble ya que de la generosa herencia recibida no parecía quedar mucho más que las dos viviendas de Espalter y una de ellas, la lujosa, era difícil de imaginar en mis manos mientras que la pequeña, o entresuelo, no me era muy apetecible pues, con la venta de la vivienda de mis padres difuntos, yo ya había sido capaz de comprar un entresuelo amplio en la calle Doctor Velasco, no muy lejos de ese otro entresuelo en el que yo había disfrutado bastante y que estaba unido, por así decirlo, con el mío a través del Jardín Botánico.

Pero por otro lado, no era capaz de sentirme libre de posibles problemas judiciales si, como era de esperar, sus amigas, que también eran mías en parte, eran investigadas en el correspondiente juicio y declaraban contra mí. Ya me había acostumbrado a una de ellas y la iba a perder, me declarara autor del hurto o no. Parecía pues que mi situación era muy comprometida y que necesitaba pensarlo todo un poco, ya que si el Museo tuviera que elegir preferiría salvar a Ramón, hijo de unos benefactores que si no eran grandes al menos habían colaborado con generosidad.

Decidí sobre la marcha pedirle un par de días de reflexión para pensarlo todo bien. Sin decir nada Ramón se levantó y sonrió al darme un suave golpecito en el pecho mientras me acompañaba a la puerta.