Ayer dejé el exilio por un día y volé a mi ciudad a una hora muy temprana. Cuando,como siempre que me levanto a esas horas, me duché exhibiendo mi hombría ante los castaños negros de la noche, observé con un estremecimiento que la luna no estaba donde debiera a pesar de que el cielo no parecía oculto por nubarrones de ningún tipo. Tengo prisa y salgo a la placidez nocturna de mi calle antes de que el taxista toque el timbre y dspierte a toda la casa, pero todavía el taxi, encargado la noche anterior, no ha llegado. Otro estremecimiento me recorre el cuerpo pues eso es algo raro teniendo en cuenta que suelen llegar antes de la hora para comenzar la carrera con un taximetro ya generosamente corrido. Me dicen en la centralita que el taxista acaba de avisar que el coche se le ha estropeado. Que se ha dormido, vamos. Tampoco me extraña en esta oscuridad. Me ofrecen mandarme otro en unos minutos, pero prefiero correr hacia la vía principal de esta ciudad sin luna para tomar el prirmero que aparezca.
Llego al aeropuerto con un minuto de adelanto sobre el cierre del vuelo y soy regañado por un tipo pálido que confunde el antes con el después, pero que me da las dos tajetas de embarque, ida y vuelta, pero me sienta en la última fila y en medio de nadie: le he caído mal.Tampoco hubiera pasado nada por haber perdido el avión pues mi visita a los orígenes es solo para asesoramiento, activo y pasivo, aunque espero que me cunda el tiempo para volver a "las casas del padre".
Un impecablemete plateado taxi local me desplaza a la nueva casa de un amigo. Mientras me la enseña orgulloso de las vistas sobre el río y los montes que circundan la parte norte de la cuidad, observo que la estela de la luna se observa simultáneamente con la luminosidad del globo solar ya levantado hace media hora: una casa mágica.
Entre asesoramento y asesoramiento recorro la ciudad. Empiezo por la casa en la que él, mi padre, nació treita años más tarde que Unamuno. Cruzo puentes y me deleito en la casa de Sáchez Mazas donde se crío y, dando la vuelta a la mazana, recuerdo la casa ya desaparecida que le vio crecer triste y solo, pero de donde ya mayor salió con su mujer hacia la que todavia sigo llamando "mi casa" a pesar de que me fui de ella hace más de cuarenta años. Es mi esquina de Madison y la ochenta y cinco, paralela a la gran vía o calle mayor, cerca de museos y con una gran librería en donde todavía Francisco José sigue reinando.
Otro taxi impoluto (se dría que es el mismo) me lleva con tiempo de vuelta al aeropouerto conduciendo con una velocidad placentera que me permite obsevar la luna ya saliente y casi llena, esa luna que había desaparecido del cielo del exilio. Siento cómo se me erizan los pelos de las manos y cómo las uñas me duelen pues crece tan deprisa que desparece inmediatamente la mancha del golpe que una corredera de madera pesada me hizo este verano al tratar de moverla. Pago con disatancia no utilzando la corrida pantalla separadora sino el desinfectado torno que une las dos zonas, la del conductor y la del pasajero, no vaya a infectar al taxista con mis uñas. Ya dentro del edificio del aeródromo parece que mis dientes vuelven a su lugar y que los pelos quizá no llamen la atención. Las uñas pueden ser ocultadas debajo del abrigo que llevo al brazo.
Me doy miedo pues ahí está esa presión en la cabeza que precede a los ataques de rabia. Me palpo el bolsillo del pecho de la chaqueta y compruebo con alivio que ahí está los mondadientes que voy depositando en todas las chaquetas para casos como este. Son como maquetas-miniatura de esas estacas que acaban con los muertos vivientes si se saben usar con precisión. Sé que un día me veré obligado a utilizar uno para, con suavidad y deterrmnación, introducirlo entre dos costillas y de un solo empujón de una mano ya encallecida por los efectos de esa luna que quizá solo yo veo, acabe con esta vida simpre pendiente de la llamada de un padre que no vivó en caliente.