L.M.Y. me aconseja sabiamente que lleve siempre dos tiritas en la cartera. Cuando has de tomar diariamente la correspondiente dosis de anticoagulantes para que el corazón bombee sin dificultades y no lo haga en el vacío, es conveniente sin duda estar prevenido contra posibles hemorragias que, al menos cuando son externas, pueden ser paliadas con una tirita puesta a tiempo.
Claro que cuando la sangre fluye suave y silenciosamente después de una buena cepillada de dientes y lo sigue haciendo una vez debajo de un reconfortante chorro de ducha de agua muy caliente para compensar la sangre fría que acompaña a su licuación, las tiritas no sirven para nada y solo queda la meditacion mesmerizada.
Y me quedo absorto en la contemplación de los chorros de agua que, a pesar de su abundancia, parecen incapaces de mojar la totalidad de la mampara pues siempre queda algún pedacito de su superficie que parece seco aunque rodeado de islas de agua que se mantienen enteras gracias a la tensión superficial, esa misma fuerza que dibuja figuras fractales sobre la encimera de marmol ajado de mi lavabo y en las que me deleito mientras me suicido frotándome las encías con un cepillo de cerda rígida y un blanqueador arenoso.
Y mientras me seco con una toalla de una densidad tal que apenas puede sostener mis pobres brazos febriles, pienso que no parece que todo sea en todo momento un flujo constante. Los pasillitos secos de la mampara, los fractales gorditos de la encimera son solo dos ejemplos que prueban lo imposible de mi intento de evitar los coágulos. Aparecerán y desafiarán la farmacopea al tiempo que me consuelan contra la amenaza aterrorizante del espíritu de Heráclito que, sin embargo, tanto me consoló en el pasado cuando la mejor cura de aquellas heridas de juventud, tan tontas y tan trágicas, era pensar que mañana ni yo seré yo, ni aquella traición habrá permanecido incólume, ni las esquelas de sus perpetradores habrán dejado alegrar mi lectura matinal del periódico.
Pues no, nunca nada fluye del todo y siempre quedan islas de horror y rencor. Es pues tiempo de desmitificar a los clásicos griegos y reconocer que su lectura solo sirve para hacer guantes con la dura realidad agrumada como en un coágulo de sangre. Ni siquiera son un espejo en el que mirarnos pues en ellos, que no distinguían muy bien entre la elucubración y el entretenimiento, entre lo abstracto y lo concreto, entre lo fluído y lo enraizado, todo está distorsionado por la curvatura de su superficie, por la lejanía del centro de la esfera y la longitud del radio. Nada aprendemos de ellos a no ser....
...sí, a no ser que entendamos que los filósofos y dramaturgos griegos son como un frontón cuyo frontis nos devuelve nuestra propia jugada bien de frente, abriéndonos los ojos, bien con un ángulo equivalente en grados al ángulo de nuestro propio lanzamiento, permitiéndonos seguir resistiendo esta vida que no fluye,o bien exactamente en paralelo cuando hacemos una jugada a dos paredes, lo que en un perfecto bucle nos encuentra siempre en donde estábamos.