Desde ayer por la tarde-noche todo lo relacionado con el clima ha devenido insólito. Ayer atardeció por el este y hoy mi mesa saltarina me indica que el viento es del sur-este.
El piso en el que habito forma parte de una urbanización en Las Arenas, Guecho, que se construyó ya hace cuarenta años entre el llamado Muelle y la avenida entreárboles (Zugatzarte). Esta localización es clave para entender lo que me ocurrió ayer al atardecer. Si bien es cierto que por la mañanas, antes de comer, trabajo en la parte de mi apartamento que da sobre el Abra en dirección al nuevo puerto de Santurce, también lo es que después de una generosa siesta y del visionado de mi serie favorita, la tarde me encuentra en la parte de ese apartamento que da sobre esa citada avenida, por donde transitan los vehículos que atraviesan Las Arenas, y es allí donde continúan mis lecturas y otros trabajos.
Pues bien, de repente ayer, como hacia las ocho de la tarde, una luz cegadora me hirió la vista y tuve que abandonar mi lectura. Intenté localizar esa fuente de luz y casi me rompo la visión y la cabeza: el sol se estaba poniendo sobre las viviendas de la avenida. Creí que me había vuelto loco o que había sido transportado sin sentirlo. Volví a mi antiguo oeste de siempre y vi como la marea estaba centelleante y los barcos deportivos y demás botes de recreo miraban hacia lo que yo entiendo es el sur, pero que mi mesa-indicadora de la dirección del viento parecía ignorar. Yo no sabía ya donde estaba, creí que había perdido mi cabeza y volví a la parte de atrás de mi piso a fin de comenzar la investigación de mi locura. Todo fue muy sencillo, entre las casas que dan al Muelle todavía queda alguna brecha y el sol, que ayer a las ocho todavía estaba muy alto hacia el verdadero oeste, llegaba hacia una casa de la avenida que lo reflejaba en sus enormes cristales, de viejo palacio, y proyectaba su potente rayo sobre mis ojos directamente.
Todo debería pues poderse entender. Así que volví hacia la parte delantera de mi piso desde la que vislumbré que fuera los barcos anclados seguían en una dirección aparentemente equivocada y que, dentro, la mesa no acababa de tranquilizarse. No se veía ni una vela y, sin embargo, una docena de barcos de guerra surcaban la bahía como buscando un enemigo. Me quedé mirando aquel inusitado cambio y, a medida que el sol se ocultaba detrás del monte Serantes, los botes volvían a sus direcciones habituales, los barcos habían desaparecido y la mesa parecía serenarse. Desesperado me fui a la cama mucho antes de lo habitual, tomé doble dosis de melatonina y entorné los ojos diciéndome sin palabras que no solo es la pandemia lo que no entiendo.