Estoy en mi piso de Las Arenas, en Guecho, y desde donde escribo percibo todo El Abra desde Santurce hasta Punta Galea como un espacio en el que conviven en cada momento las actividades naúticas, comerciales, industriales y deportivas. Como ya dije en un post años atrás, una mesa baja e irregular del salón me dice en cada momento, con una punta de su tabla, de dónde viene ese día el viento: el gallego del oeste, el francés del este y el sur pues del sur, y nada más, pues el del norte nunca es directo y los vientos hacen virar a los barcos deportivos anclados desde su proa.
Mi sorpresa esta mañana ha sido el ver cómo esa mesa daba saltos como si hubiera perdido su facultad de orientarse. La observación de la dirección de la proa de los barcos me ha dado a entender que hoy todo funciona a los cuatro vientos, desde el sur al amanecer, anunciando calor, hasta el gallego al mediodía amenazando de lluvia, terminando con el francés, después de comer, ofreciendo simplemente civilización. Me he quedado perplejo y todavía mucho más cuando he captado que esa variación era casi continua como la mesita quería decirme con sus saltitos.
Por el muelle por el que los paseantes veraniegos y los locales jubilados como yo se deslizan durante todo el día el colorido era muy extraño porque no era nada homogéneo variando del blanco al gris de acuerdo con los agujeros que en las nubes dejaban pasar más o menos sol.
Me ha enorgullecido que, en mi tierra, la continua variación no sea algo extraño, sino que, sin llegar a caer en el fenómeno de hoy, es muy cierto que el cambio de vientos es muy corriente. Se me ha ocurrido que esa variedad es como un elogio de la política diversa que a su vez es garantía de la ausencia de extremismo a no ser que estos último fueran muy radicales, tanto como esos días de mar bravo que acaba con la fijación de las anclas y genera auténticos naufragios en medio de una bahía en general tranquila. Casos aislados como lo son algunas exageraciones en el vestir de algunos paseantes.