Del año en que nací hasta el año en que me casé fue una temporada fácil que me malcrió, por así decirlo. Comencé pronto a recibir clases particulares en casa con una gran profesora cuyas enseñanzas me permitieron sobresalir el primer año que acudí al colegio, más tarde que los de mi edad, que habían entrado uno o dos años antes.
Estas clases eran intensas pero cortas en tiempo, lo que me permitía acudir al vecino parque a jugar con unas chicas algo mayores que yo y muy guapas que me adoptaron y me enseñaron muchas cosas como, por ejemplo, a jugar al pañuelito, juego éste que se me daba muy bien pues siempre he sido muy veloz. Esta diferencia de edad se debía, supongo, a que las niñas entran a su colegio a edades mucho mayores que los niños al suyo.
Lo curioso de este inicio es que pronto me hice con el liderazgo a pesar de ser nuevo. Leía mejor que mis colegas y, sobre todo, me salían las sumas y restas mucho antes que a los otros, aunque posiblemente mi éxito fácil estuviera basado en mi buen comportamiento, que fue lo que me consiguió que el cura correspondiente delegara en mi el orden de la clase cada vez que tenía que ausentarse: yo ocupaba su lugar y apuntaba en la pizarra el nombre de cada compañero que hablaba por bajines o cometía cualquier otra infracción punible.
Lo notable es que fui capaz de mantener el orden sin ganarme la animadversión de los coleguillas. Una capacidad ésta que me ha acompañado siempre y está en el origen de mis no muy brillantes éxitos o de mis fracasos relativos con competidores más radicales que yo. Siempre he sido llamado a ocupar posiciones de responsabilidad y cuando trataba de ejercer ésta conseguí enfadar a mis colegas más críticos y radicales.
En cualquier caso he de dejar constancia de que esa presunta autoridad no la conseguí por mis éxitos intelectuales sino, más bien, por mi facilidad para jugar al fútbol y esa circunstancia explica, creo, las pocas simpatías de todo un grupo de chiquillos con aspiraciones. Esta ambivalencia me ha perseguido en todas las fases de mi vida en las que siempre he ocupado una posición intermedia entre la autoridad socio-moral y la capacidad para sobresalir en los retos específicos de que se trate. Así, resultó que podía simultáneamente obedecer al cura jefe y enfrentarme a él en alguna cuestión que me pareciera injusta.
Estos enfrentamientos se me presentaron desde pequeño. Concretamente la primera vez fue cuando mis padres decidieron que debía dedicar el verano, ya desde los 13 años,a aprender idiomas extranjeros: el francés, el inglés y ya de más mayor, el alemán, de forma que se me escapaba el placer del no hacer nada durante el verano en playas cercanas a Bilbao, aunque más tarde mi facilidad para hablar en alguno de esos idiomas me abrió no pocos caminos en la vida, caminos de todo tipo, desde profesionales a personales.
Y aquí entran mis primeros éxitos con las chicas de mi edad que solo existían los veranos y eran, en mi tonta opinión, mucho más libres e inteligentes que las que solo hablaban castellano. Esta opinión se fue difuminando cuando el conservadurismo de mis planes me llevó a entrar en la universidad privada local con la tonta esperanza de acabar encontrando trabajo sin salir del entorno inmediato. A pesar de este error las pocas chicas que, a la sazón, ingresaban en la Universidad eran listas, libres y guapas y, a menudo, hablaban alguna lengua extranjera. Así era la que me abrió los ojos y me llevó al altar justo al terminar la carrera y ya con una beca para poder ir al extranjero a seguir estudiando con profesores que, esta vez, merecían la pena.