Nos toca recibir a toda la familia en esta noche de San Silvestre. Hemos cerrado las cortinas que dan sobre ese puerto interior que en la lejana infancia era mi océano particular; las hemos cerrado para abrirlas de par en par cuando suenen las doce campanadas. Justo enfrente, a una distancia como de medio kilómetro estará atracado un buque transportador de la Finnlines y puedo imaginar a los tripulantes ya achispados compitiendo con su sirena y sus vuvucelas con los ruidos de los cohetes que lanzaremos los aborígenes desde tierra hacia el cielo en el que las gaviotas vuelan aterrorizadas.
En la posguerra los cargueros remontaban la Ría hasta el mismo centro de Bilbao y los cohetes y bocinas se peleaban bajo un cielo iluminado por los siempre encendidos Altos Hornos. Los marinos noruegos se reunían en Olabeaga en lo que, desde hace veinte años y hasta ayer fue una casa okupada, Noruegaetxea, y en donde esta noche quizá sean las finlandeses los que canten canciones meláncolicas mientras lloran lágrimas de cerveza.
Siempre he soñado con que esos marinos nordicos vinieran a casa para emborracharme con ellos. Tendré que esperar un año más para cumplir mi sueño. Mientras tanto que disfruten uetedes esta noche pagana.