Un texto erótico (no apto para menores)

Publicado el 08/06/2014

puente-colgante

Viene de aquí.

No se quitaba de la cabeza el disgusto de su madre por la imposibilidad sobrevenida de no poder lucir sus joyas en el mejor hotel de la ciudad en el festejo que seguiría a la botadura. Pero su meditación en el tren le había suavizado un poco la sensación de incomprensión, y la perspectiva de encontrar a esa chica a la que perseguía cada mañana, y con la que ya había comenzado a intercambiar alguna sonrisa y dos palabras, le calmaba un poco los ánimos. El madrugón le había proporcionado tiempo como para soñar despierto durante su paseo cansino desde la estación hasta aquel punto en el que el camino de chicos y chicas se bifurcaban, en aquella parte alta de la Cuidad un tanto alejada del centro pero bastante cercana de esa parada de tren en la que había descendido.

La ensoñación de la que era capaz y la única que se podía permitir era la de su figura paseando por la orilla de la playa, a medio camino entre los bloques de cemento que sostenían el malecón de poniente y las rocas llenas de quisquillas que cerraban la playa por levante. Era tan alta como él y nada delgadurria, sino que estaba rellenita, lo que daba a su paso un cierto porte real que ella debía conocer, pues su paseo era bastante frecuente desde el medio de la fila de esos toldos (en otros lares llamados casetas) hasta su principio. El toldo de ella y su familia estaba en una zona menos noble que la mía, pero la de mi familia estaba en segunda fila. Yo pedía por favor un vaso de agua en un establecimiento de más postín que el que a ella le hubiera correspondido. Y sin embargo, habían coincido varias veces en el de postín, lo que a él siempre le dio esperanzas de serle atractivo o que, por lo menos, lo fuera el conjunto de establecimiento y de ese jovencito con traje de baño recién estrenado como cada temporada.

Tenía todavía mucho tiempo antes de encontrarse con ella y escudriñar si le alegraba su encuentro inesperado, y así su paseo fue tomando un caminar muy cansino y nada marcial, con los ojos mirando al suelo en una postura que sería característica suya y que le duraría toda la vida, una vida en la que él en aquellos años no pensaba pero que le iba a llevar por caminos un tanto extraño,s aunque no muy diferentes de los que seguirían su compañeros de colegio. Poco podía imaginarse en aquella mañana fresquita que después de años de haber perdido contacto la volvería a encontrar casi veinte años después, ya casada y con hijos, viviendo en un chalet de la margen derecha con una cierta delgadez insospechada y con unas inquietudes intelectuales que, de primeras, enturbiaron el extraño placer de encontrarla de nuevo, a pesar de que él se había convertido en un profesional de una actividad que se podría llamar intelectual. Sería justamente este cruce de intereses, que a él le iban a recordar sus cruces del pasado en la orilla de la playa, lo que le iba a picar la curiosidad de si ella también los recordaría y que finalmente lo que les unió, al principio muy distantemente, pero poco apoco cada vez más cercanas sus miradas.

Era imposible que en aquel momento de titubeante acceso a la madurez pudiera soñar que en ese futuro inimaginable sus deseos inconcretos de niñez se fueran a satisfacer de una manera entre excitante y lenta. Claro que a esas alturas no le iba a asustar el inicio de una aventura sexual, pues los tiempos nuevos ya no eran aquellos tiempos de botaduras, y la vida le había llevado ya por lugares bastante más permisivos que esa Ciudad a la que después de todos esos años había vuelto ya casado y él también con hijos. Pero la ignorancia de la memoria de Ella y un detalle novedoso hizo de esa aventura algo memorable en sus comienzos para pasar luego, después de un par de años de relación extramatrimonial, a algo tormentoso que no podía acabar bien. Fue ese detalle especial lo que no le permitió mantener las distancias que ya estaba acostumbrado a mantener con sus amantes pasajeras que le habían convertido en un coleccionista de vulvas. Le gustaba clasificarlas según colorido de los labios vaginales y del pelo poco denso que en ellos nacía, para luego relacionar partes íntimas con los colores del cabello y de la tez, así como con la aparente calidad de los orgasmos. No era un coleccionista sistemático ni ordenado, sino más bien un ansioso buscador de novedades. Quizá un especialista en el Origen del Mundo de Courbet.

Y fue esta ansiedad la que le llevó a lanzarse desde el primer día de la futura relación a exhibir su sabia destreza en el sexo oral como microscopio imprescindible para aumentar su colección secreta. Su arma novedosa y fundamental había sido siempre la de demorarse en el los besos faciales y bucales sin intentar siquiera la penetración para continuar salivando el cuello y el esternón a un ritmo insoportablemente lento, según le habían dicho sus anteriores ejemplares de colección que adornaban su mental armario-vitrina. Pero en un momento dado, saltaba del final del esternón al botón crucial del clítorix, un salto a cámara lenta que le permitía valorar la calidad de su presa, los matices del color y la calidad de ese pelo ralo que surge como escarpias de la dulzura de los labios como pestañas tratadas con rimmel. El resto era simple rutina.

Pero en nada de esto pensaba él mientras se dejaba llevar por las ensoñaciones que inevitablemente le llegaban a la cabeza y que nunca podía recordar luego. Ya casi a la puerta del colegio de ella, le sacó de su ensimismamiento una voz que le decía:

-No te he visto en el autobús, ¿has cogido el tren?

Era la primera vez que esa voz se dirigía a él, aunque conocía su timbre y la sorpresa fue tan grande que se quedó pasmado durante unos segundos mientras ella se iba acercando. Ella conocía sus movimientos, y eso le hichaba el pecho de una sensación desconocida. Solo contestó:

-

Y pensó que no mentía, aunque ella se refería al de la margen derecha que él cogía un poco al azar, apostando a lo que ella haría. Y ya recuperado continuó.

-Tenía que hacer un recado para mi madre y he venido muy pronto. Estaba haciendo tiempo para no llegar demasiado pronto al cole

una trola que, pensó, era fácil de aceptar. Así fue realmente. Como primera conversación pensó él pues ya estaban cerca del colegio de ella, pero sorprendentemente ella contiuó:

-¿Qué clases tienes hoy?

Tenía mates y lengua, las dos que realmente le gustaban, pero ya no había tiempo, y justo en el momento en el que ella se despegaba para dirigirse hacia la puerta de su cole, fue capaz de articular.

-¿Pero, dime cómo te llamas?

No hubo contestación, pero justo antes de cruzar el umbral de la puerta vigilada por una hermana de unifirme negro, ella se volvió y desafió la mirada de la hermana y casi gritó:

-Te lo digo mañana, Jon.

Aceleró el paso para no tener que llamar al timbre de su colegio, pero esa mañana no le iba a cundir mucho en términos de matemáticas y lengua. Toda clase de turbulecias se mezclaron en su mente, imprecisas como el lenguaje del que no conoces, la prosodia esa de la que el profe parecía estar hablando y al mismo tiempo incapaces de fijar con precisión geométrica lo que años más tarde descubrió para su colección: labios rosas con pelos negros.