Una de esas cicatrices es el resultado de pasearme con 6 años por el borde del jardín del lehendakari Aguirre en San Ignacio (Guecho)y resbalarme clavándome un hierro en mi rodilla Izquierda. Los cuidados posteriores fueron tan agradables que me queda un recuerdo estupendo como de héroe o así. La otra es el resultado de la necesidad médica para permitir que la sangre fluyera durante la operación de corazón a efectos de paliar el infarto setenta años más tarde.
En el punto de contacto de ambas cicatrices se encuentra una bola ósea cercana a la rodilla que me surgió como a los 12 años y que me amargó pensando en que podría impedir el llegar a ser el gran atleta que yo aspiraba a ser. Muchos años más tarde en el famoso hospital de la Universidad de Navarra, visita financiada por el BBVA, me detectaron algo raro que no supieron explicarme bien qué era y que yo olvidé rápidamente; pero que volvió a mi mente a raiz de mi amago de ictus, o vértigo, y que, aunque continúan sin darle importancia, podría tratarse de la enfermedad de Paget y estar en el origen de mi dolor de cadera que el fisio no consigue domeñar y que recientemente me ha llevado a usar bastón.
Por otro lado, María Belmonte, en su libro sobre los senderos de la costa vasca, me ha vuelto a poner al día sobre le evolución de la corteza terrenal, lenta pero segura. Si esta similitud entre Paget y el desarrollo terrenal fuera correcta, podría afirmar que moriré con el Paget en mi cuerpo y éste se habría convertido en una espacie de Flysch: yo sería como esa zona de la playa de Ereaga, ya cercana al Puerto Viejo, que de pequeño me parecía imposible de entender y a la que yo me acercaba a pescar quisquillas.