Viajando desde Zaragoza a Bilbao por la AP-68, también denominada autopista vasco-aragonesa, he tenido una experiencia bien curiosa. En efecto, después de La Rioja el tramo final desde Llodio a Bilbao se me apareció con un aspecto muy distinto del que guardo en la memoria de mis viajes desde Madrid cuando ese mismo tramo ha de ser enfilado desde la AP-1 a partir de Burgos. En este segundo caso el paisaje se humedece mientras que en el primer caso, llegando desde La Rioja, ese mismo paisaje pierde su verdor original y se endurece. El Parque Natural del Gorbea tiene pues dos formas diferentes de llamar nuestra atención. Pero ambas tienen algo en común: dependen del recorrido inmediato en uno y otro caso como parte partes de un viaje distinto con orígenes bien diferenciados y con final en Guecho.
Ante la falta de disponibilidad de nuestro automóvil, necesitado de una revisión, he estado utilizando otro de la familia y que no es automático. He pasado casi un mal rato tratando de familiarizarme con un coche no automático y, en particular, con el uso del embrague. Para conseguirlo he conducido hasta la casi la mitad de la inmediata playa de Ereaga para luego pasear al borde de la arena. He recordado vívidamente todas las mañanas en la playa con un grupo de amigos alrededor de los toldos, como llamábamos a las carpas por estos andurriales; pero también han venido a mi cabeza cómo vivía todas las tardes las aventuras propias de la edad. Jugar al tenis en un club muy pronto después de comer a fin de poder contar con una pista libre hasta que llegaran los mayores que la habían reservado. Pasar el tiempo luego hasta que llegara la hora del baile al que no podíamos asistir pero del que nunca nos echaban. O alternativamente volver al mar, no necesariamente a la playa, después de haber hecho la digestión y disfrutar de una especie de plataforma que denominábamos sportintxu propiedad de la familia de uno de esos amigos.
Esto viene a cuento de que estamos pasando unas semanas en Guecho y de que, como siempre que vuelvo por aquí, siento una especie de tentación de tomar la decisión de dejar Madrid y volver a este lugar privilegiado y testigo de mi niñez y primera juventud así como de mis últimos años aquí antes de movernos a Madrid para que yo me enredara en la puesta en funcionamiento de la Carlos III. Pero la decisión se hace difícil precisamente porque este retiro final lo veo de manera diferente según llegue aquí desde Bilbao o desde Madrid. Como me ocurre con el Parque Natural del Gorbea.
Cuando hace más de treinta años veníamos a Guecho desde Bilbao no me parecía mal la idea pues veía la orilla del mar como un lugar en el que las tensiones de Bilbao se suavizaban: mis encuentros con un «enemigo» de la Facultad son menos tensos cuando nos vemos de velero a velero. Pero ahora que venimos por aquí cada verano desde hace esos treinta años se que parte de la vida madrileña que me gusta no sería recuperable aquí: la anonimidad es, en efecto, imposible aquí.