Empezó en Venecia a mediados de los años 90 y, con un poco de paciencia y lentos paseos por entre canales todavía podría identificar el lugar exacto. Estaba hablando con un amigo y de repente me dí cuenta de que, aunque sabía leer el italiano incluyendo el dalecto véneto, no era capaz, en ese instante determinado, de entender en ningún sentido un cartel de contenido convencional que unos segundos antes había pasado los filtros de mi cerebro. Pensé que era quizá la belleza de Venecia la que deshacía el texto y éste se convertía en una mera colección horizontal de pequeños iconos sin sentido. Esta capacidad disolvente que más bien, pensé entonces, se trataba de una incapacidad, me sorprendió en aquel momento pero ahora, despúes de tantos años de haber sufrido esta versión enfermiza del síndrome de Stendhal, me empieza preocupar.
Se trata de justo lo contrario de mi capacidad fisiognómica que tanto aprecio y de la que tanto presumo y que proviene de unos cuantos años antes del acontecimiento veneciano. Es esta otra capacidad la que permite entender y reconocer un rostro y ver en él algo más que agujeros de diferenrtes formas y con pudorosasd cortinillas desiguales con aparente vida propia. Es esta una capacidad que cada vez aprecio más (pero que cada vez se enfrenta más a menudo con mi incapacidad de leer un texto sin ver en él solo dibujitos como hormigas) la que me permite distinguirme a mí mismo en viejas fotografías en donde nadie reconocería mi rostro. Podría entenderse esta capacidad como un regalo de los dioses, pero puede llevarte a situaciones embarazosas o a sorpresas aterrorizantes. De esta última naturaleza es la experiencia que me ha golpeado hace unos días.
Dentro de un año celebraremos aquellos que sobrevivamos el 50 aniversario de la salida del colegio. Algún amigo mío ha recibido ahora la convocatoria para la celebración de los del curso anterior y me ha reenviado la foto de los profesores de aquella época. Lo increible es que el presunto profesor marcado con el número 3, e identificado como uno de los pocos XX´s, soy yo y además con sotana. Me resulta totalmente inexplicable pues nunca he usado sotana y jamás he sido profesor en mi propio colegio.
Con explicación o sin ella este acontecimiento inquietante se me aparece como lo más cercano a lo que entiendo es para Badiou el "evento" y, genéricamente la eventualidad, la contingencia o lo que Ayache llamaría la absoluta "actuality", es decir algo así como la desnudez ontológica. Me temo que yo soy testigo vivo de la fina percepción de este extraño filósofo y de este broker inusual. Me parece que mi enfermedad deconstructiva me lleva a la comprensión plena tanto del evento como de la "actuality" absoluta, algo irreconocible a partir de datos acumulados y solo perceptible como algo irreductiblemente específico que, como mucho, puede ser almacenado en una carpeta aparte.
¿Qué hacer con esta enfermedad y con la capacidad contraria? ¿ Cómo sacar algún rendimiento de mi colección de carpetas singulares a la espera de ser rellenadas con falsos eventos reminiscentes, sin embargo, de otros que dieron nombre a la carpeta? La única aplicación que se me ocurre debería ejercerse sobre esa industria tan desenfocada del calculo de riesgos. Ya se va tomando enserio, siquiera poco apoco, la profundidad de la incertidumbre total y absoluta que ya no solo no puede ser probabilizada por falta de datos pasados, sino que no lo puede ser en sí misma porque algo hay, como por ejemplo mi propia presencia, que hace de cada minuto un minuto distinto que no hay manera de categorizar. Solo puede ser "cazado" por el uso secuencial de mis dos capacidades. Primero deconstruyo totalmente el texto en el que se me intenta indicar el caso específico que se pretende cernir y luego, en un segundo paso, y si la inspiración me pilla atento, vuelvo a apilar los cascoques del derribo y, si hay suerte, leo un nuevo texto que quizá coincide con uno que escribí un día y creo saber se encuentra en una de mis carpetas.
Solo cobraré en función de resultados y a nadie engañaré diciendo que es una cuestión de experiencia. Nada más lejos de la experiencia. Se trata solo del toque de un viento divino lo que hace que yo sepa sin dudar que soy yo el que está en esa foto o que el riesgo en el que se está metiendo un cliente no es una locura como le dicen los de la indutria o que las recomendaciones más coincidentes solo esconden un enorme error de percepción.