No se si la plaza de la Casilla sigue existiendo con ese nombre; pero sí que recuerdo que en mi infancia ese lugar era como el centro de un Bilbao distinto al mío y del que fui apropiándome a medida que alcanzaba la adolescencia. El colegio de los padres jesuitas era el límite sur de esa zona de Bilbao que yo conocía. Desde mi casa, la de mis padres, hasta ese colegio al que entré a los 8 años, se podía acceder de dos maneras. La más corta era entre calles, desde la calle Iparraguire a la Alameda de Urquijo y luego a la derecha hacia el oeste, pasando por la plaza del Carmen, muy cerca de la clínica en la que yo había nacido. La alternativa era atravesar el Parque de Doña Casilda, paraíso de mi verdadera infancia, y subir por Doctor Areilza más allá de un ambulatorio y del garaje de un tío mío al que a veces visitaba y me dejaba hacer como que conducía un cochazo. Pues bien, lo que quedaba más allá de ese colegio mío era un conjunto de inmuebles y de negocios que solo fuí conociendo muchos años después a pesar de que no estaba lejos de San Mamés, la Catedral del futbol, a donde acudía desde los seis años uno de cada dos domingos de la temporada.
Tampoco estaba lejos el Campo del Indautxu club de futbol, cerca de un cuartel, el de Garellano, cuyo nombre copió ese club de futbol y en cuyo equipo juvenil yo jugué oficialmente pero en el que no encontré mi lugar: no era mi mundo. Unos años más tarde, sin embargo, fui adueñándome de la zona no por el deporte precisamente. Era más bien que un cine nuevo proyectaba películas de un estilo novedoso apropiado para mis amigos intelectuales y para mi mismo que creía descubrir un ambiente humano sorprendente y estimulante que iba configurándose en un espacio en el que más tarde se practicaron diversos deportes pero que en aquellos primeros años de mi juventud se destacó no solo por el cine experimental sino también y sobretodo por los bailes agarrados bien sutilmente tentadores.
Pasaron muchos años durante los cuales solo visité la zona para acudir a aquel cine pues la carrera me exigía mucho tiempo para el estudio en Deusto, al otro lado de la ría del río Nervión, para conseguir el sí de mi novia casándome y para estudiar un doctorado en los USA, volviendo a vivir en una calle no muy lejana con nuestro hijo mayor desde la que fui a una clínica cercana (aunque en un lugar desconocido para mi) a que me quitaran una piedra en la vesícula y en la que seguíamos viviendo todavía cuando nació nuestro segundo hijo con una terrible microcefalia.
Esta zona, en la que deseo abrir uno de mis semisótanos, ha de ser justamente en la que me explaye con cierta generosidad y una claridad deslumbrante acerca de mis problemas psíquicos, pues fue allí donde comenzaron y en la que justamente tenía su consulta el psiquiatra que primero escrutó en mi cerebro o, más propiamente hablando, me hizo escrutar a mí mismo ese cerebro descalabrado a partir del nacimiento de ese nuestro segundo hijo. Es por eso que, aunque se trata de una zona menos elegante que las que fueron habituales para mí, estoy muy apegado a ella como el origen de mis posteriores años de mi psicoanálisis.