Si la Casilla es ese lugar al que llegaron las novedades de fuera, la calle Aguirre es ese otro lugar en el que mi mundo aterrizó frente a otros mundos cercanos no tan míos. Se trata de una calle central que hace esquina con la calle Colón de Larreategui. Es una calle muy corta en la que se pueden encontrar algunos semisótanos desde los cuales podría yo recordar muchos asuntillos de mi infancia, desde el barquillero del parque o los juegos de niño con las jovencitas guapas de la ciudad en ese mismo parque, hasta mis primeros escarceos políticos al final de mi carrera académica, pasando por el inicio de los paseítos con la que sería luego mi mujer.
Al lado de esta calle destaca el Museo que en aquel entonces denominábamos «del Parque». Esta institución era de mi mundo pero estaba a disposición de muchas otras personas pertenecientes a otros mundos que, sin embargo, se acercaban, aportaban sus obras de arte heredadas al museo hoy conocido como de Bellas Artes, mostraban sus riquezas industriales dilapidando iturris provenientes de fábricas de los alrededores, disfrutaban del «Parque de Doña Casilda» y no solo de la parte que llamábamos «los patos» sino incluso de la plaza de entrada en la que dibujábamos pistas de carreras para los iturris y hacíamos, o mejor dicho, hacían, prácticas con las nuevas bicicletas que los padres ricos del entorno regalaban a sus hijos.
Muchos de los niños que frecuentábamos ese parque fueron ingresando en unos u otros colegio mientras que yo pasé a ser educado por una profesora a la que acudieron mis padres para la tarea pues no era partidarios de enviarme al colegio demasiado pronto en buena parte por su discusión sobre a que institución enviarme.
Fueron dos años felicísimos en los que disfruté de la amistad de las que luego fueron bellezas locales que acabarían yendo a un cole de lujo y recibiendo una educación a la inglesa. Mientras esto ocurría permitían que jugara con ellas al pañuelito en una parte del parque de reciente diseño y muy cercana al Museo. Me sentí muy mayor cuando ellas me pidieron ayuda para defenderse del asedio de otros jóvenes de las cercanías que querían hacerse admitir por mis amigas. Además yo les agradecía sus cuidados y apoyos invitándoles a barquillos aportados por el barquillero de la parte alta del parque que yo podía adquirir con el poco dinerito que me daban mis padres. Toda esta felicidad se acabó a los dos años cuando finalmente fui enviado al colegio de los jesuitas al que ya he hecho referencia desde el que, dados mis buenos resultados, pude ingresar en La Comercial de la Universidad de Deusto. En los últimos años de mis estudios en ese centro volví a acercarme a ese parque, ahora ya cerca del bar, acompañado por Marisa haciendo ya planes par nuestro futuro juntos. Estábamos bajo la influencia de los tiempos y creíamos que debíamos desatender la esperanza de nuestros padres imaginando un futuro de libertad y y cooperación que se veía venir en Europa.
Al mismo tiempo fue en esa calle Aguirre que compañeros de universidad un poco mayores comenzaron a huir de los trabajos convencionales que les ofrecía el entorno y comenzaron a establecerse por su cuenta en estudios o oficinas desde las que defendían a los trabajadores en conexión con sindicatos progres. Amigos cercanos establecieron un despacho de derecho de ese estilo precisamente en esa calle en un edificio en el que durante muchos años se pudieron observar las huellas de tiros de fusil con el que le obsequiaron sus enemigos.