Acabamos de pasar unos diez días en la isla de Menorca, en la que no habíamos estado desde hace como treinta años, cuando solíamos pasar parte del verano allí. Implícitamente llegué con el recuerdo de la excitación sexual que me proporcionaban aquellas playas pobladas de mujeres semidesnudas. Y por ello me produjo un gran bajón notar que las formas de cuerpo excitantes de ayer ya no me producían sorpresa alguna y, mucho menos, excitación. Paseaba por el paseo playero de Cala Galdana y la mente se me despistaba en asuntos más bien invernales como la búsqueda de periódicos o el cuidado de mi calva.
No lograba entender la razón de este cambio en mi sensibilidad más allá de la edad. Y esta evidencia me recordó que hace unos cuarenta años, y aparte de un verano que pasamos en familia con el primer hijo muy pequeño en Los Angeles, yo volví, a pasar un curso entero como investigador en UCLA, con cuya facultad de Economics yo me había comprometido. Esta vez yo solo, pues mi esposa se quedó en Guecho cuidando a nuestro hijo pequeño, Ramón, recién nacido con una grave enfermedad cerebral irreparable. Esta soledad y su motivo fueron dos causas por las que aquel extraño curso, además de cumplir con mi deber, desvié mis intereses intelectuales en direcciones inusitadas para mí y relacionadas con formas de vivir alternativas, conectadas con aquella época pasada del 68 que tanto marcó a la juventud de mi generación.
No es difícil de imaginar que en esas condiciones yo buscara contactos en direcciones intelectuales inusitadas. Una de esas direcciones estaba al norte de LA, en el paradisíaco Instituto Esalen, en Big Sur. Cualquiera puede enterarse del contenido físico e intelectual de las enseñanzas de ese Instituto consultando Internet. Yo lo descubrí así y, cómo no, decidí acudir a un par de seminarios allí ofrecidos. Tomé mi Mustang y conduje hacia el norte con curiosidad y no poco miedo. La curiosidad tenía que ver con la vertiente oriental de sus enseñanzas y el miedo con los contactos físicos que se enseñaban sin pudor ni respeto. Poco a poco la curiosidad se fue satisfaciendo y el miedo convirtiéndose en placer no solo físico sino sobretodo de entrega, al compartir experiencias y veleidades con una comunidad de gentes de todas las edades y razas que se enfrentaban a experimentar las posibilidades de una vida en la rica y abierta California.
Y toda esta experiencia me vino a la cabeza el último día en Menorca cuando ya desconectado de la imagen sexual del lugar me desperté al recuerdo del comunitarismo de juventud al pasearme por una zona en la que las mansiones de la costa me recordaban a Big Sur. Pensé de repente que en mi juventud podría haber intentado fundar un instituto de enseñanza antropológica heterodoxa que hubiera podido tener éxito y en el que, sin duda, mis experiencias humanas habrían tenido una mayor amplitud que aquellas que luego experimeté y, en cuyo seno menorquín, Ramón habría crecido sano en su microcefalia.