A la espera

Publicado el 20/11/2020

Ramón cumplió con la parte del plan que le correspondía y, tal como creía Juan, una vez confesado su intento de hurto fue perdonado por el Patronato del Museo y continuó desempeñando su puesto en la sección de ese museo dedicada a la Educación. Ahora me correspondía a mí cumplir con la mía robando un cuadro de mayor tamaño y de un mayor precio en el mercado correspondiente. Esta, sin embargo, no era una tarea sencilla pues esos cuadros estaban generalmente en el corazón del museo protegido día y noche por agentes policiales especializados. Yo tendría que imaginar una manera de hacerlo que luego permitiera dos cosas aparentemente incompatibles: sacar el cuadro del museo y exhibirlo en secreto garantizando su originalidad.

Deberíamos, Ramón y yo, seguir viéndonos, aunque con cierto secreto, para que mi figura desapareciera de la memoria general y en especial de la de esas o esos profesores de arte para pequeños que seguirían visitando esa parte del museo controlada por Ramón. Este debería así mismo continuar con cenitas posteriores a las que deberían acudir jóvenes profesoras incluyendo a Marian y Elisa que, poco a poco, se iba transformando en algo más intimo para Ramón que una aventura esporádica, pero que no contarían con mi presencia a fin de ir desapareciendo de la escena.

Mi ausencia estaría justificada por un cambio en el horario de mis clases en la universidad en la que yo trabajo y que, lejos de ser falso, yo tenía que conseguir con la disculpa de atender a asuntos de la herencia de mis padres que me iban a ocupar momentos más centradas en horas comerciales. Lo conseguí con facilidad y eso me procuró la oportunidad de encerrarme, con Marian, en mi nuevo bajo de Doctor Velasco, desde pronto después de comer. Habíamos pensado Ramón y yo que el secreto de lo que pretendíamos debería ser muy firme aunque las dos chicas deberían ser puestas al tanto seriamente pues ya sospecharían algo sobre la base de las aventuras de Ramón.

Este cambio de horario y de localización me permitiría no solo disfrutar del amor con Marian sino también compartir con ella el secreto del gran golpe heroico que yo planeaba y al que ella se apuntaba sin necesidad de que yo insistiera. Ese compartir era algo serio pero no era óbice para que pudiéramos divertirnos con improvisaciones a partir de mi nueva residencia. En frente del salón del bajo de esa nueva residencia podía observar toda la vegetación que colgaba del muro de la residencia de enfrente y, en este otoño soleado se observaba en él todos los colores correspondientes, desde el verde todavía no desaparecido del todo, hastael marrón de las hojas desprendidas o a punto de serlo, hasta una especie de incomprensible blanco. En este maremagnum de colores se podían observar distintas formaciones de imágenes de rostros. De vez en cuando se veía una especie de rostro masculino que mira de reojo al anuncio de seguridad que subyace a la fronda. En otras ocasiones otro de una mujer con labios rojos gruesos mirando al frente con una expresión entre el horror y el odio.

Me era imposible no ver en esas caras dibujadas por el otoño dos preocupaciones que nos concernían a Marian y a mí. Yo miraba al mundo de la seguridad dentro de lo arriesgado recordándome que tenía que imaginar cómo eliminar riesgos y ella, Marian, poniendo mala cara ante la toma de riesgos indeseados. Juntos teníamos que diseñar un buen plan que no nos hundiera la vida al tiempo que nos permitiera convertirnos en realizadores de un golpe sólido que nos daba la ocasión de comenzar una vida en común liberadora.