La cuarta planta es difícil de describir y todavía más difícil de justificar. No llega el ascensor a ella ni tampoco la escalera general, sólo una especie de estrecha colección de escalones desgastados. No dispone de ventanas sino que tiene una enorme cubierta transparente hecha de una especie de cristal resistente a prueba de rayos. Lo único original es una ilocalizable luz artificial que ilumina el exterior desde esa altura que alcanza esta cuarta planta: al norte los rascacielos, al sur la planicie, al oeste el verdor de los ríos y al este un descenso rápido hacia el mar. Una especie de cápsula de las que todavía se lanzan al espacio de vez en cuando con la esperanza de ir diseñando el camino hacia otro planeta.
Es, naturalmente, en esta planta en donde siempre tiene lugar la discusión abierta del tema de la semana en presencia de pocos de los habituales de otras plantas. Este tema se plantea por parte de algún visitante de esos habituales con ganas de aprender algo o, más a menudo, de lucirse en la exposición de ese algo. Esta discusión se centra siempre en una mezcla de las lecturas de las otras tres plantas. Puede tratarse un tema económico iluminado por la literatura y quizá dependiente de precisiones filosóficas. O de un tema filosófico planteado en términos económicos. O, a veces, de un tema literario visto filosóficamente. Este último es el contenido más frecuente, lo que deja en evidencia la formación de la mayoría de los asistentes entre los que faltan, con toda claridad, los entendidos de verdad en literatura.
La merienda-cena llega sola hasta el ascensor siempre a la misma hora, lo que facilita la recogida por cualquiera de los asistentes de los que ya he hablado; pero nunca la misma. Quien la envía y quien decide su composición son algunos de los misterios que contribuyen a mantener el interés de estas reuniones. Hasta ahora solo se ha descubierto que siempre llega justo cuando el presentador ha terminado su intervención y comienza el diálogo, que no puede pasar de 90 minutos: treinta para una intervención de cada uno de los presentes y 60 para una discusión libre y sonora, discusión esta que puede continuar ad infinitum de manera desordenada y que se va acabando cuando la luz de origen desconocido ilumina toda la capital y se cree entender por parte de los asistentes que la copa de su edificio más alto está simultáneamente iluminada y apagada, de la misma forma que el gato de Schrödinger está vivo y muerto al mismo tiempo, tal como nos lo explica el entendido en mecánica cuántica para desesperación de muchos de los asistentes que ponen cara de aburrimiento. Finalmente el secretario de este grupo procede a leer un adelanto de lo que será la conclusión, nunca definitiva, de la reunión de esa semana y propone el contenido de la siguiente. Esa extraña luz de la cuarta planta se va desvaneciendo y cuando, finalmente, se apaga del todo, la mayoría de los asistentes abandonan esta planta y se van de esta obra de arquitectura espiritual.
Cada noche se van la mayoría de los hombres y muy pocas mujeres. Quedan casi todas las mujeres y, siempre, el dueño del local y director de esta pretenciosa reunión de intelectuales. Las mujeres se quedan, presumiblemente, para defenderse entre ellas del ataque del dueño que pretende así pasar a la historia de la intelectualidad.