Nunca imaginé que este amigo acabaría trabajando para el Museo del Prado aunque fuera en esa especie de añadido que era Educación Museoprado, pero sí que era fácil colegir, allá en nuestra juventud temprana, que no seguiría el camino de nuestros compañeros de aquel colegio de niños privilegiados destinados a replicar el oficio profesional de sus mayores. Y lo era porque él nunca se adaptaba a los juegos o formas de estudiar en grupo que practicábamos los demás. Era un solitario que no hacía ningún deporte de equipo y del que no se sabía si estudiaba, porque nunca lo hacía junto con otros. Jamás respondía las preguntas rituales de un profesor y siempre elaboraba respuestas complicadas a las preguntas fuera de contexto de cualquier otro.
Muy a menudo coincidíamos en el camino al colegio, privado y religioso, y siempre volvíamos en un grupo que se iba desperdigando a medida que nos íbamos acercando a las correspondientes viviendas. Él y yo no vivíamos lejos el uno del otro y al cabo de los años esa cercanía y su aprovechamiento para criticar a los demás nos fue acercando en nuestras maneras y aspiraciones de futuro. Compartíamos muchas cosas y, desde luego, la mas importante de ellas: nuestra intención de no seguir el camino diseñado por nuestros padres. Yo estudié filosofía en GB y él Bellas Artes en una especie de escuelita lejana a su vivienda familiar localizada en alguno de los pisos últimos de Espalter 2 cuya claridad e iluminación él aprendió a odiar en aquellos años cuando, acabado el bachiller, muchos de nosotros nos fuimos al extranjero y el tuvo que quedarse en ese piso ante la negativa de sus padres a financiarle sus antojos artístico-intelectuales tan alejados de la tradición familiar cercana a la ingeniería.
A pesar de nuestra lejanía geográfica nos veíamos siempre que yo volvía de Londres con ocasión de las vacaciones académicas y, de esta forma, nos manteníamos al tanto de la evolución de uno y otro. Lo que recuerdo con más nitidez era su deseo continuo de contrariar a sus padres manteniéndose alejado de cualquier lugar o actividad propia de los jóvenes que ellos desearían para él como amigos y pasando todo el día cerca de su escuela en el barrio de Lavapiés. Ya a punto de terminar esos estudios consiguió que sus padres le alquilaran una especie de sótano diminuto en ese barrio a condición de que les visitara una vez a la semana, cosa que hizo sin trampa ninguna durante años. Como yo volvía bastante a menudo de Londres, llevábamos tiempo viéndonos a menudo y compartiendo nuestras experiencias de trabajo y de vida en general. Así que yo estaba al tanto de la muerte de sus padres en un desgraciado accidente viajando en automóvil hacia la costa del Mediterráneo.
Fue así que mi amigo llegó a saber que había heredado no solo el piso alto de la calle Espalter número 2, sino también el garaje al que se accedía desde la calle Moreto y que estaba conectado en el subsuelo con un apartamento pequeño de la propia calle Espalter al que se cambió desde el que habitaba en Lavapiés. Así es como dejó de pagar renta mensual a fin de sobrevivir con una cierta esplendidez que le permitió perfilar más finamente sus estudios encaminándolos hacia la pintura a fin de aspirar al puesto, que luego consiguió, como cuidador de esa diminuta colección que se almacenaba sin demasiado cuidado en una planta baja de ese enorme museo con el que sus padres habían colaborado bastante.
A mi vuelta definitiva de Londres, una vez acabados mis estudios de doctorado, me informé con más detalle de ese oficio de responsable de esa parte de El Prado, poco conocida aunque sí visitada asiduamente por grupos de estudiantes infantiles que, bajo la dirección y el cuidado de sus profesores o profesoras, confrontaban diversas formas de vida asociadas a pequeños ejemplares artísticos de pintura no de suficiente calidad artística como para ser expuestos en los espacios púbicos del Museo. Me explicó que, generalmente, se trataba de grupitos de niños y niñas muy pequeños acompañados de una profesora o más bien cuidadora y provenientes de colegios privados en los que solían mandar las asociaciones de padres formadas por jefes de familias poderosas, ricas y bien relacionadas, a menudo donantes de pequeñas obras de arte sencillas aunque muy adecuadas para alimentar el buen gusto.
Retomamos nuestra relación previa viéndonos a menudo y compartiendo detalles de nuestros trabajos respectivos y fue así como me hizo saber que especialmente durante el otoño, estas visitas de jovencísimos estudiantes, más bien niños, se realizaban justo después de terminar la jornada escolar con la luz natural ya muy poco brillante y terminaban cuando los padres de esos niños se acercaban a esa esquina del Museo para recoger a sus hijos dejando a mi amigo solo con la correspondiente cuidadora.
Poco a poco me fui enterando de que en no pocas ocasiones, él y la cuidadora de ese día, comenzaban una velada disfrutando de una cenita temprana en algún restaurante de las cercanías y de que casi siempre terminaban en el edificio de la calle Espalter, ya fuera en el lujoso piso alto, o en el semisótano en el caso de que las prisas obvias no pudieran esperar ni la subida en ascensor. Conocía sus apetitos desde nuestra juventud, no muy distintos de los míos, e incluso los habíamos satisfecho de la misma forma en algunas ocasiones más recientemente en mis ocasionales regresos de Londres. Pero de ninguna manera llegué yo a imaginarme la voracidad de su apetito sexual. ¿Se veía venir?