Nunca he frecuentado mucho las siete calles de Bilbao ni he tenido allí ningún semisótano para trabajar, sin embargo esta zona bilbaina ha sido siempre algo importante en mi vida. La primera de esas calles, la de Ronda, es la calle en que nació mi padre precisamente en el mismo número que Unamuno. El abuelo Urrutia era un hito para mí pues había sido auxiliar del ejército liberal que frenó al carlismo y también agente de bolsa que, como tal, contribuyó, incluso a veces de manera personal, al desarrollo de esta ciudad de la que siempre me he sentido muy orgulloso. Ahora bien, como esta obra póstuma no es solo un recordatorio de lo que fue mi vida, o la de mi familia, pretendo añadir aquí porqué he pensado y deseado que esta calle de las siete podría ser importante en los años que me resten.
Desde muy pequeñito la señorita Carmen Arteaga me acarreaba por estas siete calles todas las Semanasantas a contemplar las procesiones que se organizaban a partir de la Catedral de Santiago o de la Iglesia de San Juan o de la Parroquia de San Antón para pasear por ellas, o incluso llegando al Arenal, desde algún balcón de alguien que ella conocía como vecina cercana en la calle Prim. Más adelante visité a menudo la plaza que hoy se llama de Miguel de Unamuno a fin de subir por las Calzadas de Mallona, en cuyo inicio mi abuelo Elejalde inició su negocio de telas, hasta el santuario de la Virgen de Begoña a fin de cumplir mi promesa de hacerlo siempre que me apoyara en los exámenes difíciles, cosa que ella, la Virgen, nunca dejó de hacer. Y recuerdo muy bien que subiendo las Calzadas había un campo de futbol en el que jugué en aquellos campeonatos infantiles en los que triunfé.
Ya casi con la carrera terminada caminé bastante frecuentemente por el barrio viejo que es algo más amplio que esas únicas siete calles. Lo hacía por razones gastronómicas a fin de seleccionar aquellas casas de comidas a las que me gustaría invitar a amigos, y sobretodo amigas, a fin de iniciar relaciones prometedoras, por motivos menos limpios o a la búsqueda de ciertas librerías en las que obtener libros y revistas especiales. Hasta que, en un movimiento crucial para mi vida invité a Marisa a cenar a uno de esos restaurantes preseleccionados al que ella acudió con aquel maravilloso abrigo medio de piel con el que me cautivó.
Siendo ya cautivo de verdad, Marisa y yo exploramos el barrio y acabamos viviendo en el Camino del Bosque que subía desde otra Iglesia cercana hasta Santuchu. Vivimos, en ese camino, en un pisito pequeño en el que, además de dormitorio, baño y cocina, contábamos con un diminuto estudio en el que tanto Marisa como yo preparábamos nuestros trabajos respectivos con cuyo ingreso vivimos nuestros primeros meses.
Curiosamente fue en esos meses cuando yo escribí mi primer trabajo digamos que técnico acerca de la aportación de los aeropuertos a riqueza nacional y en donde decidimos encontrar financiación para seguir estudiando en los EU de América.