En estos últimos días he leído casi de un tirón el libro del filósofo Frédéric Gros cuyo título es Andar y en el que, no solo se nos cuenta las vidas bastante extraordinarias de muchos famosos caminantes, sino que además, en capítulos sueltos, se cavila sobre muchos temas filosóficos o similares relacionados con la utilización intelectual del espacio. El caminar por la naturaleza o el deambular por la ciudad pueden ser dos formas distintas de «entrar en trance» por llamar de una cierta forma a los pensamientos, no necesariamente lógicos, que surgen cuando el espacio entra en juego en una vida.
Esta lectura ha sido muy rápida, porque estos rebrotes de la pandemia, cuando se suponía casi en trance de desaparecer, me han llevado a protegerme. En mi caso esa protección ha consistido en pasear dos veces al día en total soledad y con mascarilla siempre renovada, bien por el muelle de Las Arenas (naturaleza), bien por la Gran Vía de Bilbao (ciudad). El aire limpio y el mar sereno me llevan por la mañana muy temprano a bañarme en el espacio sin pensar en nada práctico más allá del ritmo, mientras que el deambular por la calle principal de la villa a una hora punta, sea al mediodía o a media tarde, me lleva, entre otras cosas, a componer mi figura. Nada tiene esto que ver con la escasez o abundancia del espacio, pero esta característica física se ha ido delineando en mi mente durante muchos años y muy especialmente en estos últimos tiempos en los que el uso del bastón se ha hecho casi habitual en mis paseos.
Mi primera experiencia sobre la posible escasez de espacio es difícil de describir con sencillez y buena educación pues ocurrió cuando pasé mi primera noche encerrado, y no en soledad, en la parte trasera de un automóvil aparcado en una especie de huerta del extrarradio de una pequeña ciudad. Curiosamente sobró espacio y, de hecho, no pude pensar en algo práctico ni dejar que mi imaginación se despegara. Mucho más recientemente me vi atrapado en un ascensor interior diminuto por un corte de luz que duró como media hora. El ascensor me había dejado a medio camino entre dos pisos y eso me permitía estar casi acompañado por otras personas amables y cercanas que consiguieron que la empresa eléctrica correspondiente consiguiera recuperar la corriente.
En cualquier caso, la continua pregunta sobre si yo podría vivir en espacios en los que, como cualquier persona, me encuentro muy a menudo, ha sido una costumbre inexplicable en mi vida. En cada baño en el que me encierro elucubro sobre los metros cuadrados y cúbicos con los que cuenta y si serían suficientes para establecerme en él durante unas escasas horas al día que me permitieran descansar y alimentar mi curiosidad general. En cada patio interior de un edificio al que tengo un breve acceso coloco en mi imaginación el baño, la cocina y una estrecha cama. Por el contrario, cuando topo con la amplia entrada general de un edificio de pisos lujosos, estudio los diversos lugares en los que colocaría mi colchón robado para pasar desapercibido desde la noche hasta el amanecer.
No consigo extraer conclusiones numerosas de estas elucubraciones, pero sí creo que he aprendido que no es que cada espacio genere pensamientos diferentes, sino más bien que cada pensamiento exige un espacio particular.