Excelencia en la educación de cualquier grado y excelencia en la investigación, esto es básicamente el leit motiv de las prouestas de buenos amigos y reputados investigadores en materia de política educativa e investigadora. En general deberíamos- les escucho decir- perseguir la excelencia en la educación, desde primaria a bachillerato, y reservar los escasos fondos dedicados a la investigación para aquellas personas o grupos que han demostrado que son excelentes a nivel mundial.
Creo que entiendo el argumento, pero me parece que se acepta demasiado rápidamente precisamente porque proviene de investigadores que respetamos por excelentes (¡ups!). Y, sin embargo, odio esa palabreja, la excelencia. Me recuerda a "su Excelencia el Caudillo" y bien que lo siento. Creo que seguramente se debe a lo que en mi casa llamaban mi "espíritu de contadicción", a que soy un Kontraren Kontra, tal como ya expliqué en Expansión hace poco más de un año. Pero que esté psicoanalizado no quiere decir que mis fobias confesadas no tengan una cierta base.
No quiero gastar tiempo en repetir mis argumentos, ya expresados otras veces, con ningún detalle, sino que quiero concentrarme en una polémica periodística soterrada. Pero antes no me privaré de recordar que la forma en que se mide la excelencia propicia la perpetuación de la mediocridad. Tanto lo siento así que me atrevo a decir que, si durante toda mi juventud me pareció que la cultura propiciada por el PC era la mediocridad más alta a la que podíamos acceder en la época de Su Excelencia, lo mismo pienso ahora de la educación o la investigación exaltadas al podio.
A lo que voy es a llamar la atención hacia esa polémica periodística discreta pero significativa. El 21 pasado apareció en El País un artículo firmado por reputados economistas que, en nombre de aquellos promotores del manifiesto por la reforma laboral, opinan sobre el pacto social que parece se avecina si las discusiones llegan a buen puerto. Su título es significativo: Mejor reformas sin pacto que pacto sin reformas. Los firmantes explícitos, impecables economistas que yo personalmente no solo respeto sino que también admiro, arguyen persuasivamente en favor de reformas urgentes en tres fentes: las pensiones, la reforma laboral y la contratación laboral.
El domingo 23 en el mismo periodico diario, en su sección de Negocios, apareció otro artículo, esta vez de Antón Costas, quien no firmó el manifiesto y que, bajo el título de Vale más un acuedo regular que un buen pleitopone en solfa, sin mencionarlo, el otro artículo, el de dos días antes, insistiendo en las bondades de atacar todos los frentes simultáneamente y terminando con la siguiente afirmación retocada por el editor:
Los economistas metidos a reformadores son proclives a comportarse como dictadores benevolentes.
Y esta frase, aparentemente anónima, toca un punto importante no del todo diferente al de la excelencia. Los economistas excelentes tienden a pensar que sus ideas -generalmente brillantes - deberían ser aceptadas sin más y no se preocupan de cómo trasladarlas, más allá de escribir en los periódicos -que ya me parece todo un adelanto- a la opinión pública o la socidad civil a no ser que su especalidad sea la Ecomomía Política. Una pena pues al fin y al cabo nuestro oficio es susurrar a la oreja del soberano. Y debamos hacerlo aunque sin apoyarles en los argumentos de autoridad y sin convertirnos en salvapatrias, dos actitudes que suscitan recelos....y celos.